miércoles, 30 de marzo de 2011

La perra de Alejandría, P. Pedraza (2)

Pilar Pedraza, La perra de Alejandría, Ed. Valdemar, p. 88:

«El hecho de que Bárbaro fuera un buen alumno no impedía que estuviera en desacuerdo con las teorías de Melanta, especialmente las relativas a la importanica del cuerpo, porque para los cínicos el cuerpo constituía la única posesión del hombre, mientras que para los órficos lo importante era el alma. Melanta no pertenecía formalmente a ninguna secta ni escuela. Era pagana a la antigua usanza, aunque se sentía especialmente unida a Dioniso. Para ella, Dioniso Zagreo representaba la embriaguez espiritual del contacto con la divinidad. Su descuartizamiento a manos de los Titanes era un ardiente símbolo de la pasión y las amarguras del alma que tiende a lo sublime desde la cárcel del mundo. En la práctica, aquellas ideas tenían mucho que ver con el cristianismo, tal como lo entendía Bárbaro, sobre todo cuando Melanta se refería a la necesidad de despojarse del elemento terrestre, propio de los Titanes, en favor de la luz del Dios»

martes, 29 de marzo de 2011

La perra de Alejandría, Pilar Pedraza

Pilar Pedraza, La perra de Alejandría, Ed. Valdemar, pp. 47-49:

«Una vasija con miel se desbordó espontáneamente. Su ambarino contenido crecía, chorreaba, primero poco a poco, luego a borbotones y por último trabado y a la vez incontenible como lso ríos de lava de un volcán. Invadió la hierba formando un arroyo. Lo mismo ocurrió con los cántaros de vino y suero. Todo lo vivo crecía, todo lo líquido rebosaba y se derramaba, mezclándose en el suelo en vetas de colores frescos y aromas fragantes que enseguida se convertían en regueros de lodo pútrido. Aquella abundancia era terrible. Un cabrito sobrante, sacrificado y desollado, envuelto en hojas de viña y guardado en un zurrón, se puso a balar. Las mujeres no se atrevían a moverse, aterradas por los prodigios, y menos a abrir el zurrón para comprobar si el animal estaba vivo o muerto, sobre todo las que lo habían partido en pedazos. Los racimos de uvas que habían comido volvieron a llenarse de fruto. Esferas de oro y jade, pezones de rubí y carbúnculo, los henchidos de granos, al multiplicarse, se estorbaban unos a otros y parecían una masa de espuma creciendo en un hervor sin fin. De todos los prodigios ocurridos en el huerto ese día, éste fue el que más excitó la risa y la alegría sagrada de las mujeres, quer vieron en él una indudable manifestación del regocijo del dios.

Algunas salieron del recinto del huerto hacia el monte cercano. Bárbaro creyó que ian a dar un paseo, pero vio cómo se enredaba en su cuerpo algo que no era visible en sí sino en sus efectos, que las empujaba y las hacía correr. Lanzando agudos gritos que no expresaban placer ni dolor sino una súbita locura, desaparecieron entre los matorrales. De los melindres de las otras dedujo que ninguna quería llegar hasta aquel punto, pero le pareció que en el fondo envidiaban la fuerza con que el dios actuaba sobre las elegidas, a quienes las otras llamaban "panteras".

Melante, que se había sofocado, se sentó con la espalda contra el tronco de un árbol tapizado de hiedra, a la sombra. Su pecho subía y bajaba con un ligero jadeo. Aunque, a juzgar por su edad, seguramente ya no menstruaba, en aquel momento su cuerpo se convirtió en una fuente de sangre que empapó sus muslos y corrió viscosa por sus piernas hasta confundirse con las tiras de cuero teñido de púrprua de las sandalias. Su servidora Tánata y algunas mujeres trataron de auxiliarla, pero nada podía detener la hemorragia. La sangre, como el contenido de las vasijas, fluía de ella incontenible, empapando paños y los blancos manteles.

Cuando parecía que se iba a desangrar y que sin duda moriría, una anciana llamda Eulalia, iniciada en los misterios hasta el último grado, dijo que la dejaran tumbada sobre la hierba y le dieran un poco de vino puro: aquello no tenía remedio pero tampoco era peligroso y remitiría por sí mismo, y añadió que no la compadecieran, porque era la pantera más feliz de la jornada»

domingo, 20 de marzo de 2011

Lo siniestro (3)

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 125-126 (fragmento de El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann):

»Nataniel, que había quedado solo en la galería, la recorría en todos sentidos, dando saltos y gritando: “Gira, gira círculo de fuego! ¡Gira!”. La multitud se había reunido, atraída por sus gritos, y entre la gente se veía a Coppelius que sobrepasaba a sus vecinos por su altura extraordinaria. Alguien propuso subir a la torre para apoderarse del insensato; pero Coppelius dijo sonriendo: “Esperad un poco; ya bajará solo”, y siguió mirando hacia arriba como los demás. Nataniel de pronto se detuvo y permaneció inmóvil. Miró hacia abajo y, distinguiendo a Coppelius, exclamó con voz penetrante: “¡Ah, hermosos ojos! ¡Bellos ojos!”, y se arrojó por encima de la barandilla del balcón. Cuando Nataniel quedó tendido sobre el pavimento, con la cabeza rota, Coppelius desapareció»

sábado, 19 de marzo de 2011

Lo siniestro (2)

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 77-80 (fragmento de El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann):
«Viendo a Coppelius comprendí sin la menor duda de que él y no otro tenía que ser el Hombre de la Arena pero el Hombre de la Arena no era ya en mi pensamiento el ogro del cuento de la vieja criada, que se llevaba a los niños a la luna para que sirvan de juguete a sus hijos de pico de búho. ¡No! Era más bien una odiosa y fantástica critatura que, donde quiera que fuese llevaba consigo el pesar, el tormento y la necesidad, y que ocasionaba males positivos, males duraderos.
»Yo estaba como hechizado; mi cabeza continuaba asomada por entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y duramente castigado. Mi padre recibió solemnemente a Coppelius.
»–¡Vamos, al trabajo! –exclamó éste con voz sorda, quitándose la levita.
»Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y ambos se pusieron largos vestidos negros. No pude ver de dónde los sacaraon.
»Mi padre abrió en seguida la puerta de un armario, y vi que ocultaba un nicho profundo en el que había un hornillo. Coppelius se acercó y del hogar se elevó una llama azul. Ante aquella claridad apareció una multitud de extrañas herramientas y utensilios. Pero ¡Dios mío! ¡qué horrible metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y mal contenido parecía haber transformado la expresión honrada y leal de su fisonomía que había tomado una expresión satánica. ¡Se parecía a Coppelius!...
»Este blandía un par de pinzas incandescentes y atizaba los ardientes carbones del hornillo. Yo creía ver en torno caras humanas pero sin ojos: cavidades negras, profundas y manchadas ocupaban el lugar de éstos.
»–¡Ojos, ojos! –exclamó de pronto Coppelius con voz sorda y amenazadora.
»Yo me estremecí y caí al suelo, anonadado por un horror espantoso.
»Coppelius me cogió en sus brazos.
»–¡Un animalito, un animalito! –dijo rechinando los dientes de una manera horrible.
»Y diciendo esto me arrojó contra el hornillo cuyas llamas comenzaron a chamuscar mis cabellos.
»–Ahora –exclamó–, ahora tenemos ojos, ojos, un lindo par de ojos de niño.
»Y tomó con las manos un puñado de carbón encendido, que se disponía a arrojarme al rostro, cuando mi padre le gritó con las manos juntas:
»–¡Maestro, maestro, déjale los ojos a mi Nataniel!...
»Coppelius se echó a reír estruendosamente.
»–Que el niño conserve los ojos, pues, y para que haga penitencia en el mundo; pero, ya que está aquí, vamos a observar atentamente el mecanismo de los pies y de las manos.
»Sus dedos cayeron entonces tan pesadamente sobre mí que todas las coyunturas de mis miembros crujieron; me hizo girar las manos, luego los pies; de un modo, de otro.
»–¡Esto no marcha bien! ¡Estaba bien como estaba! ¡El viejo de allá arriba lo ha comprendido perfectamente!...
»Así murmuraba Coppelius haciéndome mover; pero bien pronto todo se puso confuso y sombrío a mí alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser… ya no sentí nada más»

viernes, 18 de marzo de 2011

Lo siniestro

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 72-73 (fragmento de El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann):
«Lleno de curiosidad, impaciente por cerciorarme de la existencia de aquel hombre, pregunté –por fin a la vieja criada que cuidaba de mi hermanita menor quién era aquel personaje [l’home de sorra]
»–¡Ah, quieridito! –me contestó–, ¿no lo sabes? El Hombre de la Arena es un hombre malo que va a buscar a los niños cuando no quieren acostarse y les echa arena a los ojos hasta hacerlos llorar sangre. Después los mete en una bolsa y se los lleva a la luna para que jueguen sus hijitos que tienen picos torcidos como los búhos y que les pican los ojos hasta que los matan.
»Desde entonces, la imagen del Hombre de la Arena se grabó en mi espíritu de una manera horrible y por la noche, cuando los peldaños crujían bajo sus pasos, temblaba de ansiedad y de espanto; mi madre no podía entonces arrancarme más que estas palabras sofocadas por el llanto:
»–¡El Homnre de la Arena! ¡El hombre de la Arena!
»En seguida escapaba a mi cuarto y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.»