sábado, 13 de agosto de 2011

El hombre en el castillo, Phillip K. Dick

Phillip K. Dick, El hombre en el castillo, Ed. Minotauro, pp. 233-234:


«El metal procede de la tierra, se dijo el señor Tagomi, de abajo, del reino interior, el más denso. El país de los gnomos y las cavernas, húmedo, siempre oscuro. El mundo yin, en su aspecto más melancólico. Un mundo de cadáveres, podredumbre y colapso. Un mundo de heces. Todo lo que ha muerto y vuelve atrás desintegrándose capa a capa. El mundo demoníaco de lo inmutable; el tiempo-que-fue.
Y sin embargo, a la luz del sol, el triángulo de plata resplandecía. Reflejaba la luz, el fuego, pensó el señor Tagomi. No era de ningún modo un objeto oscuro, húmedo, tampoco pesado, fatigado: palpitaba de vida. El reino elevado, el yang, el empíreo, lo etéreo, como correspondía a una obra de arte. Sí, ésa era la tarea del artista: tomar el mineral de la tierra silenciosa y oscura y transformarlo en una forma celeste, que reflejara la luz.
El triángulo traía vida a los muertos; los cadáveres se encendían animándose; el pasado había cedido ante el futuro.
¿Quién eres? Preguntó el señor Tagomi al triángulo de plata. ¿El oscuro yin muerto o el brillante yang vivo? El triángulo de plata le bailó en la palma, encegueciéndolo. Tagomi entornó los ojos y miró el movimiento de las llamas.
Cuerpo de yin, alma de yang, metal y fuego unidos, lo interior y lo exterior; el microcosmos en la palma de la mano.
¿Y de qué espacio se hablaba aquí? El ascenso vertical, al cielo. ¿De qué tiempo? El mundo luminoso de lo mutable. El espíritu del objeto era ahora visible: la luz. Y el señor Tagomi clavaba los ojos en la luz, no podía mirar a otro lado, hechizado por una brillante superficie magnética.
Háblame ahora, le dijo al triángulo, ahora que te has adueñado de mí. Quería oír la voz, esa voz que vendría de la enceguecedora luz blanca, semejante a la que esperamos ver sólo en la existencia de más allá de la vida, en el Bardo Thodol. Pero él no tendría que esperar a la muerte, a la descomposición del animus en busca de un nuevo útero. No se le presentaría ninguna deidad, ni terrorífica ni benéfica, ni vería tampoco las luces humosas, ni las parejas en coito. Lo evitaría todo, excepto esta luz. Estaba preparado para enfrentarla, sin temor, y nada le haría retroceder.
Sentía que los cálidos vientos del karma lo empujaban más y más, y sin embargo no se movía. El entrenamiento había sido correcto. No tenía que acobardarse ante la clara luz blanca. Si se acobardaba entraría de nuevo en el ciclo de nacimientos y muertes, y nunca conocería la libertad, nunca obtendría la liberación. El velo de Maya se extendería una vez más si…»

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