lunes, 22 de agosto de 2011

Véase: amor, D. Grossman (2)

David Grossman, Véase: amor, pp. 162-163:


«(…) galopé con una furia loca sobre las olas más fuertes que pude atrapar en aquel momento desde Madagascar, donde estaba durmiendo en ese momento (solo una pequeña siesta, por lo general no me gusta dormir), por el camino más corto, hasta el cabo de Buena Esperanza, y allí abandoné las olas malgaches y tomé otras nuevas, más frescas, y continué bajo una terrible tormenta hasta el golfo de Guinea, y enfilé por Gibraltar, y eso fue sin duda un error, porque debería haberme dirigido a la izquierda hasta el estrecho siguiente, el de la Mancha, siempre me equivoco, y antes de darme cuenta de lo que había hecho y dar media vuelta, aquellas olas se desvanecieron, la pobres, y con dificultad logré arrastrarlas de vuelta al Atlántico, donde llegaron totalmente exhaustas, llorando y suplicando que no me enfureciera contra ellas, entonces continué sola hasta el golfo de Vizcaya, donde al fin encontré olas como a mí me gustan, olas de diecisiete metros, rugientes y llenas de espuma, sin una gota de olor a tierra, y recogí rápidamente una guirnalda de morenas largas, que agité encima de las olas gritando deprisa, deprisa, y las morenas se retorcían furiosamente en mis manos, chocaban la una con la otra con sus magníficas cabezas de serpiente, y en cada lugar por donde pasábamos, el agua se turbaba y vomitaba desde mis más negros abismos las criaturas más fantásticas»

sábado, 20 de agosto de 2011

Véase: amor, David Grossman



David Grossman, Véase: amor, pp. 128-129:

«Átomos de verdad indivisible. Verdad cristalina y última. Y Bruno la buscaba en todo: en la gente que encontraba, en los fragmentos de conversaciones que el viento le traía a sus oídos, en las coincidencias, en sí mismo; en cada libro que leía, intentaba buscar la frase única, la perla rara, que lleva al escritor a emprender un viaje de cientos de páginas. El mordisco de aquella verdad raramente lo había sentido en su carne. En la mayoría de los libros no se encontraban frases así. En los libros geniales a veces se encontraban dos o tres, que Bruno copiaba en su libreta. Tenía claro que así recogía, con esfuerzo y perseverancia, los fragmentos de una prueba intangible con los que alguna vez podría reconstruir el mosaico original. La verdad. Y cuando, más tarde, volvía a leer aquellas frases, no siempre sabía quién era su autor. A veces pensaba que una frase específica era de él, después se daba cuenta de que estaba equivocado. Eran parecidas todas. No hay en ello nada maravilloso, se decía: todas provienen de la misma fuente.»

sábado, 13 de agosto de 2011

El hombre en el castillo, Phillip K. Dick

Phillip K. Dick, El hombre en el castillo, Ed. Minotauro, pp. 233-234:


«El metal procede de la tierra, se dijo el señor Tagomi, de abajo, del reino interior, el más denso. El país de los gnomos y las cavernas, húmedo, siempre oscuro. El mundo yin, en su aspecto más melancólico. Un mundo de cadáveres, podredumbre y colapso. Un mundo de heces. Todo lo que ha muerto y vuelve atrás desintegrándose capa a capa. El mundo demoníaco de lo inmutable; el tiempo-que-fue.
Y sin embargo, a la luz del sol, el triángulo de plata resplandecía. Reflejaba la luz, el fuego, pensó el señor Tagomi. No era de ningún modo un objeto oscuro, húmedo, tampoco pesado, fatigado: palpitaba de vida. El reino elevado, el yang, el empíreo, lo etéreo, como correspondía a una obra de arte. Sí, ésa era la tarea del artista: tomar el mineral de la tierra silenciosa y oscura y transformarlo en una forma celeste, que reflejara la luz.
El triángulo traía vida a los muertos; los cadáveres se encendían animándose; el pasado había cedido ante el futuro.
¿Quién eres? Preguntó el señor Tagomi al triángulo de plata. ¿El oscuro yin muerto o el brillante yang vivo? El triángulo de plata le bailó en la palma, encegueciéndolo. Tagomi entornó los ojos y miró el movimiento de las llamas.
Cuerpo de yin, alma de yang, metal y fuego unidos, lo interior y lo exterior; el microcosmos en la palma de la mano.
¿Y de qué espacio se hablaba aquí? El ascenso vertical, al cielo. ¿De qué tiempo? El mundo luminoso de lo mutable. El espíritu del objeto era ahora visible: la luz. Y el señor Tagomi clavaba los ojos en la luz, no podía mirar a otro lado, hechizado por una brillante superficie magnética.
Háblame ahora, le dijo al triángulo, ahora que te has adueñado de mí. Quería oír la voz, esa voz que vendría de la enceguecedora luz blanca, semejante a la que esperamos ver sólo en la existencia de más allá de la vida, en el Bardo Thodol. Pero él no tendría que esperar a la muerte, a la descomposición del animus en busca de un nuevo útero. No se le presentaría ninguna deidad, ni terrorífica ni benéfica, ni vería tampoco las luces humosas, ni las parejas en coito. Lo evitaría todo, excepto esta luz. Estaba preparado para enfrentarla, sin temor, y nada le haría retroceder.
Sentía que los cálidos vientos del karma lo empujaban más y más, y sin embargo no se movía. El entrenamiento había sido correcto. No tenía que acobardarse ante la clara luz blanca. Si se acobardaba entraría de nuevo en el ciclo de nacimientos y muertes, y nunca conocería la libertad, nunca obtendría la liberación. El velo de Maya se extendería una vez más si…»

sábado, 23 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (9)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 396-397:
«Es una demanda ridícula la que formulan Inglaterra y América de que debes hablar de un modo que te comprendan. Ni los hombres ni los hongos crecen así. ¡Como si ello fuera importante y no hubiera ya suficientes que aparte de aquéllos, te comprendan! ¡Como si la naturaleza no pudiera permitirse más de un solo orden de inteligencia, no pudiera albergar aves amén de cuadrúpedos, seres voladores al igual que otros reptantes, como si ¡So! y ¡Arre!, que bien entiende el buey, fuera lo mejor del idioma! Como si la seguridad se encerrara solamente en la estupidez. Temo, sobre todo, que mi manera de expresarme no sea lo suficientemente extra-vagante, que no pueda proyectarse más allá de los límites angostos de mi experiencia cotidiana, con objeto de convenir con la verdad que me ha convencido. ¡Extra vagancia! depende de cómo te midan, de dónde te enchiqueren. El bisonte errante en busca de nuevos pastos en otras latitudes no es extravante como la vaca que cocea el cubo, salta el cercado y sale corriendo en pos de su ternero cuando va a ser ordeñada. Deseo habar en algún lugar sin límites.»

domingo, 17 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (8)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 246-247:

«Que no responda a quien no tienen sobre ella más derecho que por título que le otorgara un vecino o una legislatura de mentalidad semejante. A él, que tan sólo pensó en su valor monetario, y cuya presencia acaso haya sido maldita para todas las riberas; un hombre que esquilmó las tierras que la rodeaban, y que de buena gana hubiese hecho otro tanto con sus aguas; que lamentaba únicamente que no se tratara de una pradera de heno inglés o de arándanos -pues nada había en ella que la redimiera, pensaba- y que la hubiera drenado y vendido por el barro de su lecho. Las aguas no movían su molino, y él no consideraba que fuera privilegio alguno el poder contemplarla. No me merecen respeto sus trabajos ni su granja, en la que todo tiene un precio; llevaría el paisaje, y a su Dios incluso, al mercado, si pudiera obtener algo por ellos; que acude a la lonja por su dios, que no es sino eso; en cuya alquería nada crece librememente; cuyos campos no producen cosecha, ni flores los prados, ni frutos los árboles, sino dólares; que no aprecia la belleza de lo que recolecta, lo cual no ha madurado hasta que no ha sido transformado en dinero. Dadme la pobreza que goza de la verdadera fortuna. Los granjeros son para mí respetables e interesantes en la medida en que son pobres; ¡agricultores pobres! ¡Una granja modelo!, ¡donde la casa se eleva como un hongo en un montón de fiemo, con dependencias para los hombres, los caballos, los bueyes y los cerdos, limpias unas, llenas de mugre otras, todas en sucesión! ¡Abastecidas de hombres! ¡Una gran mancha de grasa que hiede a estiércol y a suero de manteca! ¡En magnífico estado de cultivo, abonado con corazones y cerebros humanos! ¡Como si uno fuera a cultivar sus patatas en el camposanto! Así es una granja modelo.»,

viernes, 15 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (7)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 423:

«Si la injusticia forma parte de la necesaria fricción de toda máquina de gobierno, que siga, que siga. Quizá llegue a suavizarse con el desgaste; la máquina, ciertamente, lo hará. Si la injusticia tiene una polea, un muelle o una palanca exclusivos, puede que quizá podáis considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de naturaleza tal, que requiere de vosotros como agentes de injusticia para otros, entonces os digo: Romped la ley. Que vuestra vida sea una contrafricción que detenga la máquina. Lo que hay que hacer, en todo caso, es no prestarse a servir al mismo mal que se condena.»

miércoles, 13 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, H. Thoreau (6)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 441-442:

«La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy dispuesto a someterme -pues obedeceré prestamente a aquellos que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en muchos casos, hasta a quienes ni saben ni pueden tanto- es, con todo, todavía impura: para que aquél pueda ser estrictamente justo habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados. No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía absoluta a otra de carácter limitado es un avance hacia el verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino fue lo suficiente sabio como para considerar al individuo base del Imperio. ¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y organización de los derechos del hombre? Nunca podrá haber un Estado realmente libre e iluminado hasta que no reconozca al individuo como poder superior independiente del que derivan el que a él le cabe y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento correspondiente. Me complazco imaginándome un Estado, al fin, que puede permitirse el ser justo con todos los hombres y acordar a cada individuo el respeto debido a un vecino; que incluso no consideraría improcedente a su propio reposo el que unos cuantos decidieran vivir marginados, sin interferir con él ni acogerse a él, pero cumpliendo con sus deberes de vecino y prójimo. Un Estado que produjese esta clase de fruto y acertase a desprenderse de él tan pronto como hubiese madurado prepararía el camino hacia otro más perfecto y glorioso, que también he soñado, pero del que no se ha visto aún traza alguna.»